Momentos de penuria como este que atravesamos son aquellos que forjan la verdadera personalidad. Estas instancias son en las que uno puede elegir salir corriendo como un decorador de interiores agitando las manos mariposilmente y llamando a su mamá, o en las que opta plantarse, cual metáfora vomitiva en una canción de Rainbirds, para defender su territorio y su derecho a estar en el mundo haciendo lo que denomina “su deber”: Derribar a los cacos sin titubeo, y llevarlos… down…town.
Mi nombre es McCrady, acabo de olvidar de dejar una sangría al comienzo de este nuevo párrafo, pero no estoy en contra de beberme una ahora mismo. Esta no es la primera vez en el transcurso de nuestras vidas en que a mi compañero y a mí, nos las tiene juradas algún rintintineante de pacotilla. Vamos, miremos alrededor, y reconozcamos la ardua tarea que tendremos por delante si queremos encontrar al perpetrador de estas amenazas, en una ciudad donde es mejor visto ser ladrón de carteras que ser florista. Argh, floristas… yo tambien los odiaba.
A lo que a mí respecta, mi apartamento de un ambiente y ¼ ubicado en el distrito papelero, tiene una extensión al otro lado de la ciudad: Lazlo’s. Mi bar. Nuestro bar. Es allí donde Molloy y yo pasamos las horas posteriores a nuestro papeleo, a nuestro intenso mundo de trabas burocráticas acarreadas por el hecho de ser portadores de esa buena fe que lleva a los hombres justos a chicotear a un arrebatador utilizando la misma arma medieval que momentos antes éste intentaba hurtar del museo.
Es tal vez por esto que nuestras relaciones fuera del despacho se han ido deteriorando lentamente. Sin duda había sido este oficio tan propenso a contracturar, el que había ocasionado incontables noches en las que mi compañero llegaría a su hogar para encontrar una cena fría y una esposa con su paciencia gedenteada, como también encontraría yo una mirada de prejuicio por parte de Gatsby, mi pececillo dorado, al llegar cada noche. Molloy se encontraba atravesando un divorcio que, notaba yo, dejaría probablemente algunas secuelas en su antigua capacidad de confiar en las féminas. Sin embargo he de admitir que quien invertía sus horas en permanecer en el bar, era yo. Cuando el ritmo viene muy lento y ningún caso presagia el dulce sonido del gatilleo de mi… gatillo. No, esperen, del tronar de… demonios. Bueno, intento explicar que me es indiferente si la mujer del comisionado sospecha que él va a ver demasiadas películas de vaqueros al cine, y es frente a situaciones tales, en las que me siento utilizado cual secretaria o telefonista, que elijo no quedarme ni un minuto más de lo necesario en el despacho. Molloy, por otra parte, se lo tomaba muy en serio. Apostaría buen dinero a que todos nosotros, quienes estamos en esto, nos vimos atraídos de niños a la simple idea de portar uno de estos chalecos donde guardar el arma, que son tan copantes. Sin embargo, llegado el momento y el mote de “hombres”, todos tenemos (en diferentes medidas, claro) una debida ética detectivesca.
Procedemos a sentarnos en la barra y encaro a Lazlo. Sabe que soy su mejor cliente. En realidad sabe que todos son su mejor cliente, es un barman levemente demagogo, pero ahhh… cuando alguien sirve esas margaritas y maneja ese staff de meseras, simplemente nada hay para cuestionarle.
-Una sangría, Lazlo.
-Una sangría para mi mejor cliente, ya mismo.
“Tomaré Gin” Fueron las palabras de Molloy, que empezaba a querer a Lazlo de la misma manera en la que yo lo hacía, para ya no considerarlo un mero personaje secundario con la función de estar parado secando un chopp con su trapo, sino que ya era también en su mente, un oasis del after office.
Pasaron los tragos y pasaron los minutos, de a paquetes de 5. Pasaron los silencios y pasaron los suspiros, de conciencia por el hecho de estar en la mira de algún sucio pepenador. Pasaron las meseras y pasó mi rutina de patearles un centro que no sería cabeceado nunca, avergonzando a Molloy.
El sonido inconfundible de la campanita de la puerta se metió en mi oído como un grano de trigo interfiriendo con Rainbirds en la radio, sin embargo ni Molloy ni yo nos inmutamos. Con el paso de los meses desarrollamos un talento para delinear la figura de quien entrara por esa puerta sin posarle los ojos encima. Era una actividad zen en la que sumidos en la máxima tranquilidad determinábamos la complexión física de quien entraba. El resto lo sabríamos por la expresión en la cara de Lazlo.
Doy un último sorbo a mi café estilo cubano, el que tomo para quitarme levemente la borrachera y lograr que mi almohada no sea un trompo al acostarme. Sin intercambiar palabras ni mirarnos, Molloy y yo nos dimos vuelta velozmente al tiempo que yo arrojé un taburete hacia el personaje recién llegado. Mi compañero atajó con su chopp el dardo envenenado que voló en nuestra dirección y detuvo al desconocido pisando la cola de su traje largo. El maleante tropezó al querer escapar, y un segundo después, la tela se rompió liberándolo. El anónimo gedenteador de la paz ajena tuvo mucha suerte… y corrí tras él mientras Molloy levantaba la punta del traje que había quedado bajo su zapato.
Miré en todas las direcciones al poner un pie fuera del bar, y unos 10 metros hacia mi izquierda lo divisé subiendo a un auto. Saqué mi arma de su refugio y le propiné 6 disparos al auto en fuga, reventando un neumático (no los suficientes para detener la huída) y probablemente logrando herir al sospechoso, habiendo roto el vidrio trasero, el espejo retrovisor y la radio, que acompañó con interferencia los sonidos de la retirada.
Molloy se aproximó a mí, viéndolo escapar. En su mano el afortunado pedazo de tela que llevaba una etiqueta del diseñador de la prenda. Una pista tal vez, aunque nada concreta. A lo lejos, la radio terminó de morir.
-Rainbirds… Buen tiro, McCrady. Para variar.
10.20.2007
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